He
confirmado hace poco una sospecha que venía rondándome: la palabra
"amigo" tiene tres vocales, dos consonantes, un lexema, flexión de
género y número; es trisílaba, llana, simple, primitiva y voz
patrimonial, sí. Pero a lo largo de la vida son muchas las ocasiones en
que carece de significado, y entonces es solo un morfema, un recipiente
vacío, como un cuenco que nunca termina de llenarse por más
que volquemos sobre él todas nuestras expectativas, todas nuestras
mejores intenciones. No deberíamos sentirnos decepcionados; la
desilusión nos agota más a los que la sentimos que a quienes la
provocan, aunque tal vez les somos tan indiferentes, en el fondo, que ni
siquiera está en su ánimo perjudicarnos.
También he confirmado
que la intuición no me suele fallar. Me pueden engañar en el precio de
la fruta; me puedo confundir de calle, o de acera, o de puerta, con
asombrosa facilidad; puedo olvidar una fecha, mil fechas, perder la
memoria -todas las memorias, tengan las gigas que tengan-, sin embargo, y
para mi desgracia, muy poquitas veces se me escapan los verdaderos
sentimientos de la gente hacia mí. Quizá sea un estigma zodiacal
(aseguran los astrólogos que escorpión es signo de gentes leales con sus
amigos y que no toleran la mentira y las traiciones); el caso es que he
querido mucho a algunas personas para las que solo habré sido un
circunstancial de lugar, de tiempo o, puestos a flagelarnos, de modo.
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